viernes, 12 de diciembre de 2025

La empresa de sillas. Primera temporada.

Al poco de empezar a ver la primera temporada de La empresa de sillas nos damos cuenta de que ese personaje, sobre el que gira todo (menos la silla que ya no puede girar), es una mezcla entre Paz Padilla y Chiquito de la Calzada en sus buenos momentos. Recuerdo que un sábado de agosto, en la misa de 8 en el Carmolí, mi padre se sentó en una silla de plástico de terraza que sacábamos para escuchar al cura decir aquello de “mis queridos hermanos” y en mitad del sermón de aquella montaña de mosquitos, la silla quebró sus patas y mi padre estuvo a punto de ir al suelo, y a mí entró la risa floja pero en voz alta. La empresa de sillas empieza con un incidente de rotura de silla con el consiguiente sonrojo del protagonista y los caretos de sus jefes y súbditos en la empresa. Y tras la rotura y caída, empieza un ejercicio de perversión y locura digna del movimiento más raro del mismísimo Chiquito. Y en esa espiral, entre la locura y la paranoia, todo se va volviendo más delirante, en busca de la empresa que fabricó la silla en cuestión. La jodida silla con que pensar que “muchas veces tengo razón en cosas que la mayoría ni siquiera sabe que está pasando”. Y entre búsqueda en Amazon y en Google (brújulas contemporáneas para desnortados), la vida de este personaje que busca ropa usada y huellas ajenas, se vuelve un manicomio andante (comisión, comisión, chat maldito y lapo en la obra). Hágase querer por un kit de espionaje experto de plástico. Y rizando el púbico pelo ajeno, en su caída repentina, nuestro Chiquito particular tiene un visionado de braga ajena, y, como ahora las empresas cuidan el honor de sus empleadas, nuestro personaje es preguntado tras una sucesión de chats ajenos de la siguiente forma: “Sé que parece una tontería, pero sólo es una formalidad de recursos humanos. ¿Alteraste la silla de alguna forma para que se rompiera y te dejara ver bajo la falda de Amanda para ver su ropa interior?”. Y el observador externo como actor secundario. Las zonas grises del mundo contemporáneo. Del jodido mundo contemporáneo. Y los gritos ante caras ajenas, y como si de un Saul Goodman postmoderno se tratase, siempre un móvil prepago con el que jugar. Y videos que esconden secretos familiares, y más cajas con golpes, o golpes con cajas y palomitas para alguien que está entre la basura la indigencia y la locura. Y siempre hay alguien que piensa en la fantasma de la navidad del presente, y ser Scrooge, y todo lo que viene después. Pero yo me quedo, claramente, con el Chiquito original.

Memoria estremecida

No está al nivel de Camino de sirga (esto es otra cosa) pero muy por encima de la mayoría de obras actuales. Con ese ambiente político en la sombra pero que sale a relucir desde el principio, dejando pildoritas, y con descripciones que llaman la atención, Memoria estremecida nos ayuda (si podemos terminarla, porque hay párrafos mejorables comparados con CDS) a comprender un momento, una situación, unos instantes (es una novela de respuestas que siempre son entendidas [“soy todo lo contrario de un lector inocente]). Pero siempre tiene buenas impresiones sobre lo que nos viene, o no nos viene, o nos deja de venir: “Además de confundir la posición de las agujas del reloj a causa del bebercio, dio en alarmar a la población con anuncios de fenómenos extraños: riadas de ron, de coñac o de moscatel, fantasmas fosforescentes, gritos de difuntos, barcos voladores planeando sobre los tejados”. Y esas formas, esa manera que yo quisiera para mis conversaciones en reuniones inútiles en las que pienso en mi manojo de llaves destrozando caras: “Las despidió con un diluvio de insultos y tomates podridos”. Y el reloj, siempre equivocado (“no concibo que un libro empiece a las cuatro y media de la mañana”). Con sus imperfecciones (no es CDS), Memoria estremecida nos hace la foto de esa gente (“sobraban señores que le chupasen la sangre a los miserables”) que siempre están ahí, y nos joden, aunque son veletas y sólo quieren el sillón, el poder y sus mierdas intestinales (“monárquico ferviente de toda la vida después de haber sido republicano también ferviente y de toda la vida”). En ese impresionismo adelantado de pinceladas que sangran (“una historia que, para mí, nunca había pasado de ser un cuento de viejas”), nos vuelve a mostrar a esa gentuza (“el orgullo de gozar de la familiaridad de un señorón) que siempre puede joderte la vida en primera persona del singular. Y claro, ante ese panorama (el que había, el que tenemos, el que viene), hay que centrarse, ya que “ver bien es esencial en un mundo de sinvergüenzas que te joden en cuanto te descuidas”. Y creemos que rezar nos salva, o nos alienta para un mañana peor (o lo peor), pero “esto de la fe da sorpresas, a veces te duermes ateo y te despiertas meapilas, o al contrario, en un santiamén pasas de comesantos a incrédulo”. Habla JM de los que van de “calavera impenitente”, de las guerras civiles especuladas y recurrentes, de ese “santuario de la superstición” que tenemos que tener presente aunque no queramos tenerlo presente. Y ante esa “guarida de ateos y revolucionarios” (y de individuos que se cagan en la constitución”). Y aunque hace mucho tiempo de todo, siempre, con la quijotera equivocada o demasiado ilusa, nos preguntamos: “¿Cómo era el mundo hace tres meses?”. Conmoción, paz ausente e infiernos cotidianos. Y frases que podríamos pensar, llegado el caso, llegada la guerra o llegado nuestro particular apocalipsis: “¿Dónde vamos a meter a tanto personal? Me revuelve el estómago que ver matar a alguien puede resultar tan apetecible?”. Proverbios del día, posteridades postergadas y asumir que “a veces crees que te santiguas y te estás sacando los ojos”. Un buen intento de una obra mayor pero que no llega al estrellato de Camino de sirga.

jueves, 27 de noviembre de 2025

The Morning Show. Cuarta temporada.

Siempre esperamos que TMS dé el paso definitivo, pero nunca lo hace. Hace un buen planteamiento, lo desarrolla bien (o muy bien, o casi perfecto), pero luego no se atreve. Como nosotros en la vida, no nos atrevemos a dejarlo todo atrás. Siempre volvemos. Decía el hombre de la camisa verde que somos adictos al redil. Y como siempre en TMS, aparece el chantaje, ese chantaje atemporal y siempre presente en forma de elección, o de posibilidad de elección. Y, como en todo delirio contemporáneo, siempre hay una novedad cada vez más macabra, llamada IA pero podríamos llamarla desastre (aunque el equipo de guionistas de TMS quizás, en su idioma escrito lo llamaría desastre, que todo es acoso y perversión). El otro día, hablando con un viejo compañero, hablábamos sobre las canciones que hubiese escrito Carlos Berlanga sobre las nuevas perversiones contemporáneas. Ese mismo equipo de guionistas de TMS debería plantearse si es suficiente hablar de chantaje, de locura, de persecución de errores incorregibles. Aunque debemos ser nosotros, en mitad de la posibilidad de elegir, los que debemos preguntarnos si somos el problema o ayudamos para la solución. Es la historia de siempre, la del graffiti en Aljucer por el referéndum de la OTAN, la de las brasas en los documentos quemados en la noche del 23F. Siempre tenemos una conciencia, si es que no somos desalmados, que nos persigue. O nos perseguirá. Todo nos perseguirá, antes o después. Y pañales sucios (muy sucios, de todo un día), que vuelven a relucir (con algodón o sin él) para contar un pasado lleno de mierda (como el Sena, o más todavía). Y en esa ciénaga de mierda (¿acaso no lo son todas?) siempre llega el final, el de los cruceros sin billete de vuelta. Sin billete de vuelta. TMS nos demuestra que hay personas que lo hacen todo por nosotros sin que nuestro ombligo (o nuestro orgullo, se dé cuenta) porque todo es mentira. ¿Cuál es el mayor logro de nuestra vida? ¿Existe posibilidad de ignorar nuestros logros por muy desagradables que nos salgan? Pero rizando la UBN, todo es posible, incluso, tomarnos el pelo de forma televisada. Otra vez.

lunes, 24 de noviembre de 2025

El Centro. Primera temporada.

El centro es una historia sobre topos en el CNI en la que sabemos, desde muy pronto, entre flores y asilos futuros, quién es el topo (o los que joden la marrana con Javier Ares de fondo, o un Real contra Atleti). Y cuando toca desayunar Ibuprofeno, se desayuna: “En contrainteligencia sólo están los mejores y, de vez en cuando, algún traidor. El Centro nos recuerda que no podemos fiarnos de las casualidades, de que la peor parte de todo es la espera y que no siempre vemos lo mismo que ven los demás, por lo que sólo nos queda una cosa: “Desconfiar todo el tiempo de todo el mundo”. Todo el tiempo. No de ahora, de siempre. Y como todo es mentira, “las explicaciones se fabrican, es parte del trabajo”. Aparte de los juegos de manos de JDB, es una historia bien contada, aunque sabiendo el nombre de la rata, la cuestión es esperar la caza de la rata. De la maldita rata.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Anatomía de un instante. Primera temporada.

“Pensar tiene un límite”, le dicen a Suárez en el tercer capítulo de Anatomía de un instante. Decía el hombre de la camisa verde que lo mejor que le había pasado a Suárez al final de su vida era no acordarse de lo que hizo en política. Si algo deja claro Anatomía de un instante es que Suárez hizo concesiones a todo Cristo menos a los militares. Hágase querer por una idea, véndala por la tele y conseguirá llegar alto. Llegar alto para desparramarse desde la cima. ADUI es una serie de mucho humo, de tiros del pasado y tiros contemporáneos, de reyes con pronunciaciones raras, de militares traidores y de traidores disfrazados de militares, masones casi todos. Siempre jodiendo la marrana a destiempo. También decía EHDLCV que a Gutiérrez Mellado se lo había cargado, nada de accidentes, con una perorata sin pies, ni cabeza. De aquella locura del 23-F, de Tejero, de Armada, de Milans, no se salva ni Dios. Lo habían vendido como una maravilla, pero quizás se queda en retrato incompleto, a veces hasta de bostezo (el capítulo de Carrillo) pero con buenos momentos aunque con bocetos inacabados. Y quizás no tengamos que pensar tanto, que siempre nos metemos en líos, aunque, como a los militares en la Transición, no consigamos concesiones hacia nosotros en ningún momento del día. En ningún instante.

jueves, 20 de noviembre de 2025

Missing in Murcia. Primera temporada.

Chan. Chan. Cuando estuve por primera vez en Alquerías, aquello me parecía irreal. Tan cerca de todo y tan descerebrado todo. Aparecí por allí un 4 de octubre de 2005 y aguanté hasta el 30 de junio del siguiente año. Luego, quince años después, cuando volví otro curso, el instituto seguía igual, los mismos personajes y unos alumnos que habían cambiado de juguetes pero seguían cogidos con el mismo perfil. Pero nadie hablaba del entierro en el huerto de los holandeses, como cuando estuve la primera vez, no se hablaba de la estafa de los sellos a aquellos incautos que habían entregado sus ahorros y las perras de las tierras expropiadas por el AVE para el Fórum de turno, filatélicos todos de toda la vida. Missing in Murcia nos recuerda un pasado no tan lejano, pero que, con la inmediatez de todo lo reciente, parece pleistocénico. O más allá. Dinero, balones, altura, envidia, canteras, Buenafuente, Joaquín Martínez y Alejo Lucas, abogados y fiscales y jueces y toda una parafernalia en torno a desapariciones y rumanos, a holandeses y cámaras junto al tranvía, de viajes a casas del extrarradio y de niñas que se despiden de futuros muertos. No soy muy de true crime (o como se diga, o se escriba, o se deje de escribir o decir), pero Missing in Murcia va despejando, entre la primera y la segunda línea, entre colocadoras y rematadoras, las dudas sobre unos muertos fuera de lugar. Deudas (perras pendientes las llamaba EHDLCV) que siempre acaban jodiendo la marrana. O las marranas. Pero siempre, cerca de los limoneros, se puede encontrar todo. O casi todo. Una historia bien contada aunque deja algunos puntos suspensivos para que los completemos con recuerdos, con algún que otro Opel y con alguna que otra mirada al suelo. O varias.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Yakarta. Primera temporada.

Los abuelos. Los malditos abuelos. Yakarta debería llamarse los abuelos. Los abuelos, esos pelos de la nuca de Javier Cámara en Yakarta, larguísimos como ellos solos. Este híbrido de ficción, de bocadillos en hostales y carreteras, de soledad y huidas, de coches ajenos y raquetas ajenas, va lento. Quizás demasiado lento. Apenas se ven volantes en esta historia que coge el bádminton como podría coger la Bolsa, o las lentejas. Ambición y deseo de recuperar un espacio, aunque sea minúsculo. Y los fantasmas del pasado, el olvido y ese bingo que nunca llega porque en el 92 nos lo dejamos todo. Llamadas telefónicas. Padres que todo lo pierden porque nacieron perdidos. Pero siempre hay un pasado que llama a ese presente de drama, de recuerdos de piscinas, de cosas que no puedes olvidar porque ese quebranto es eterno. Pero el dinero siempre te mete en líos (“son matemáticas, no hace falta”). O en más líos, que decía EHDLCV. Y la comida, en plan Tardajos Beauty, pero sin música de ascensor. Y el bingo, y las adicciones, y la forma en la que todo es imposible porque no hay solución de mirar atrás sin pensar en lo que fuimos y en lo que nunca volveremos a ser. Nunca. Y el delirio, la vuelta a la irrealidad, al vicio y esos pecados que nos llevan a repetir, una y otra vez, esa misma jodienda a la bahía. Y cualquier cosa nos vale. Cualquier cosa, pero todo vale, porque todo es mentira: “La memoria te puede fallar, pero el cuerpo no”. Pero siempre salimos perdiendo en la vida. Siempre. Y si es 14 de abril, más todavía: “Lo importante no es intentarlo. Intentarlo es una mierda”.